El signo está vaciado y, aún así­, funciona

[imágen Flickr CGBA]

Every sha-la-la-la
Every wo-wo-wo
Still shines
Every shing-a-ling-a-ling
That they’re starting to sing’s
So fine

Yesterday Once More
The Carpenters

Si damos por entendido que el sistema de la moda y la sociedad del espectáculo atraviesan -sino constituyen- nuestros sistemas de significación (la forma en que estamos entendiendo lo que está pasando y, por tanto, el modo en que actuamos sobre ello) podemos juzgar de inútiles y distractivas a la mayoría de las reclamaciones en torno a las celebraciones de Bicentenario.

Estas reclamaciones se construyen desde una indignación moral basada en la idea de que aquello que se celebra es un hecho objetivo al que habría que hacerle justicia (actuar en consecuencia). Esto niega en primer lugar su condición de producción cultural, hace como si desconociera los procesos de selección intencionada para sostener y reproducir la confianza en el discurso dominante y, por último, obtura que la noción es permanentemente reestructurada en las negociaciones políticas.

La cuestión es que la utilización mediática de la conmemoración de la independencia ocurre del mismo modo (y tiene el mismo valor) que el fútbol, la farándula o la inseguridad ciudadana: organiza su eficiencia editorial de acuerdo a eso que llamamos «las 3 S»: sangre, sudor y semen.

Las líneas editoriales de los medios de comunicación masiva han logrado su máxima eficiencia en la construcción de un mensaje continuo que se replica y se reproduce a sí mismo. Nos encontramos con variaciones sobre un tema con la inclusión de un juego predeterminado de variables que son organizadas para mantener la tensión, el ritmo del relato.

Se cumple, en la utilización mediática de los contenidos, el establecimiento de un rango y la selección -muchas veces aleatoria- de un caso. Esto produce modelación y modulación del contenido. Incluso la disidencia es funcional. Estas líneas, por ejemplo, aunque diagnostican y explicitan el modelo, sostienen la confianza en que la comunicación mediatizada es un modo de hacer que las cosas ocurran3.

Este prólogo pretende establecer que las condiciones sobre las que se ha creado la noción de celebración del bicentenario son simultáneamente el hecho y su visibilidad. Desde mucho antes de McLuhan, la distinción entre medio y mensaje (reproducida en o trasladada a la dicotomía virtual y real) se ha demostrado como categorización inútil en su uso. Es decir, lo que es virtual actúa efectivamente como si hubiera ocurrido ante nuestros ojos; lo que es real se realiza en su divulgación. Hemos llegado al asunto de este artículo: el Centenario fue constructor de edificios y el Bicentenario los resignifica como escenografías.

En otras palabras: hace cien años se festejaba la independencia a través de intervenciones que (re)diseñaban el espacio urbano en la creencia de la perdurabilidad y trascendencia del estado de constante progreso. Construir edificios era construir la posibilidad de la existencia de las instituciones que iban a alojar.

Ahora el problema es otro, las instituciones están construidas y habitadas, han desplegado su diagrama de acción y evidenciado sus debilidades. Pero la desconfianza que han generado no es suficiente para transformar el malestar en acción. Por ello las intervenciones del bicentenario son explícitamente cosméticas.

Las proyecciones sobre el Cabildo y el Teatro Colón (en Buenos Aires) y la rehabilitación del Centro Cultural Gabriela Mistral (en Santiago de Chile) son claros ejemplos de este ejercicio teatral.

En los dos primeros casos, el edificio es el soporte donde se imprime en imágenes superpuestas una historia de la patria. El edificio es un telón cuyo uso se unifica para el espectador de una narrativa espectacular. En rigor es una cuestión de ritmo y secuencialidad de imágenes referenciales vaciadas pero todavía reconocibles.

El enunciado Cultura es Historia enfatiza la confianza iconográfica de las pedagogías básicas al estilo Billiken. La única reacción posible es “Mirá, ese es San Martín, ¡qué grande! ¡Cómo brilla!”. Se ha perdido uno más de los derechos del espectador: el del zapping. La única forma de huir es la distracción o el tedio.

El Centro Cultural Gabriela Mistral es un lugar de fantasmas: este edificio fue construido por el Estado de Chile durante el gobierno de Salvador Allende para la realización de la UNCTAD en 1972 (que luego sería utilizado como Centro Cultural Metropolitano Gabriela Mistral). Tras el Golpe de Estado –inutilizado el Palacio de La Moneda por el bombardeo- funcionó como sede del Poder Ejecutivo y Legislativo (la unión hace la fuerza) y su torre principal como Ministerio de Defensa (hasta la fecha) y el sector Alameda como centro de convenciones.

Luego del incendio del 5 de marzo de 2006 se llamó a concurso público para rehabilitarlo arquitectónicamente y re-instituirlo como Centro Cultural. Lo que diríamos un enchulamiento, un pimp my building. De este modo se genera un ciclo de habilitación de espacios de exhibición (de agentes políticos) con el soporte de la producción artística funcionalizada donde todo dura lo que dura el olor a nuevo. Esto genera “una política de inauguraciones grandilocuentes que hagan visible los efectos del discurso: es decir, somos una cultura del sobresalto, la indistinción y el abandono” . La publicidad es nuestro arte político.

Otro ejemplo es la ampliación del Museo de Bellas Artes de Santiago, que es en realidad el desalojo del Museo de Arte Contemporáneo, que a su vez se traslada a otro edificio desalojado en Quinta Normal. Todos estos edificios fueron construidos en las dos primeras décadas del S. XX.

Bajo la apariencia del reciclaje (o refuncionalizacion), bajo la idea de la puesta en valor preservación del patrimonio, se esconde la incapacidad de desarrollar institucionalidad suficiente para consolidar el Estado y sus promesas.

El Estado y sus instituciones siguen prometiendo la igualdad, la justicia, la libertad de acceso, etc. pero ya no tienen como objetivo su cumplimiento efectivo. Descubrieron que el solo hecho de prometerlas es suficiente ante una ciudadanía que privilegia el interés privado, que se siente más cómoda con un Estado ausente o débilmente regulador.

Sostenemos que el modelo aprende mucho más rápido que los individuos, en parte porque éstos siguen actuando en un modo moral que antecede a los conocimientos a los que acceden. El modelo entendió que la ambigüedad de la promesa le permite actuar tal como si existiera pero sin cargar los costos políticos y económicos que implicaría hacerlo.

Las instituciones que participan del modelo sólo tienen la obligación de la eficiencia en el ejercicio efectivo del poder. Entienden y utilizan la noción generalizada de que la Historia la escriben los vencedores, construyendo así la validación de su lugar de enunciación. Pero además, se basan en los supuestos y las confianzas implícitas que (a)parecen como verdades. La redacción entonces sería “como podemos (re)escribir la Historia es que somos vencedores”. Una escritura de la Historia que, por cierto, los demuestra como su consecuencia inevitable. O lo que es lo mismo: la capacidad de nominación legítima de aquello que debe ser considerado Historia reproduce la asimetría del orden social.

Es allí donde se produce el efecto de poder del discurso hegemónico de las instituciones: los márgenes de maniobra y los intersticios para colocar en la arena de lo público/masivo otras versiones –otros enunciados- sobre los hechos son desactivados, invisibilizados o circunscriptos a un ámbito de circulación estrecho. ¿O se imaginan en Billiken –en Wikipedia- sacar a la luz la forma en que murió Güemes o los gustos sexuales de Sarmiento?. La Historia necesita del discurso totemizador.

Las celebraciones del Bicentenario ocurren en y para los medios de comunicación dentro de esta asepsia programática: la razón de las concentraciones populares ha trasladado su eje desde el discurso hablado (la arenga política) hacia la sucesión espectacular de imágenes, independizándose de los contenidos y haciendo énfasis extremo en el espíritu de grupo.

Un espíritu imaginario que asume por momentos el nombre de pueblo, en otros, patria; a veces, nación. Pero que siempre tienden al cierre semántico inclusivo –de un nosotros homogéneo– cuyo objetivo es clausurar las diferencias y por lo tanto la conflictividad social. El Estado administra la violencia, pero esta vez lo hace circunscribiendo el goce.

El modelo ha aprendido que es precisamente la emocionalidad lo que hace a los individuos vulnerables y que esa vulnerabilidad los hace expectantes. Mejor incluso: el golpe bajo, la búsqueda del efecto afectivo los convierte en material deseoso y siempre disponible a la contemplación desinvolucrada. Satisfecha en su autocomplacencia.

Entonces ocurre lo que adelantamos en la primera parte: los contenidos son irrelevantes debido a que son constituidos por significantes magnéticos (o que se magnetizan). Esto es, el sentido (de una enunciación) se ha independizado de toda posible relación entre significado y significante y actúa como si el signo fuera un objeto cargado magnéticamente. El signo actúa con la contundencia del objeto. Y los sentidos posibles quedan anulados en función de la pervivencia de la transmisión.

Es el uso ideológico el que ha eliminado a la necesidad de significado para la eficiencia de su enunciación. Igualar u homologar el significante con el sentido es un ejercicio de poder que podríamos denominar la fe del carbonero. Esta es una renuncia en la total confianza entregada al modelo, que facilita y hace eficiente la toma de decisiones pero que desertifica cualquier posible enunciación fuera de esa confianza.

La celebración, entonces, sea la del Bicentenario, la del fútbol o la del triunfo del tribunal popular, ocurre como un síndrome: una organización posible de los signos privilegiados por la moda (su reiteración) pero que no necesita una lógica organizadora interna o externa. Usa los significantes magnéticos que se potencian y reserva para más tarde los que se repelen.

Los objetos (y no sus significados) son los que inducen las conductas de los sujetos. Los signos están vacíos, ya nadie se pregunta cuál es el razonamiento que los sostiene. La Historia es innecesaria, su celebración demuestra su inutilidad.

Jorge Sepúlveda T.
Curador Independiente
Ilze Petroni, Ph.D.
Investigadora de Arte

NOTA: artículo realizado para la publicación 2c / Territorios y Soberanía del Goethe Institut de Córdoba .

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